Recientemente visité Marrakech con una actitud de desconexión necesaria para mi salud mental, aunque pronto me vi envuelto en algo que, en realidad, ya conocía de antemano.
Marrakech y sus principales ciudades, pese a su belleza, parecen haber devenido en una pantomima: la escenificación permanente de una periferia al servicio del deseo del centro. Lo que se ofrece a sus visitantes no es tanto un país, una cultura o un pueblo, sino un decorado cuidadosamente dispuesto para alimentar el ego narrativo del viajero. Una narrativa donde el exotismo opera como clave de lectura, y la alteridad se ofrece como producto.
La experiencia turística en los países del Sur global, y particularmente en espacios como el Sáhara o las medinas marroquíes, se estructura según una lógica de consumo: el viajero no acude a conocer, sino a experimentar. Lo diferente no se presenta como interlocutor, sino como recurso, así es como la diversidad se convierte en mercancía, y toda una cultura acaba siendo prefabricada para el consumo efímero del invitado occidental.
Los turistas, mayoritariamente blancos y procedentes del norte económico, acuden en busca de una experiencia “auténtica”, un contacto con lo mágico, lo salvaje, lo que se imagina como depósito de saberes arcanos y estéticas premodernas. En sus ojos, el otro aparece como una figura suspendida en el tiempo: sin el ruido ni la artificialidad del mundo urbano, conectado con verdades que el progreso ha olvidado.
Para ese sujeto urbanita que ya ha agotado los paisajes de su entorno, nace la necesidad de seguir consumiendo. Lo nuevo también se vuelve ordinario. Y ante ese hastío, surge el deseo de lo radicalmente distinto, de lo que aún no ha sido saturado por el aburrimiento, convirtiéndose en una especie de proxenetas del placer de lo diverso (Segalen, 2002). En esa búsqueda, el viajero proyecta sobre el Otro una mezcla de salvajismo y pureza; lo imagina como un ser caótico pero sabio, carente de normas refinadas, pero, por ello mismo, próximo a una especie de saber natural.
Pero lo que uno encuentra no es la cultura viva, sino su escenografía: una puesta en escena estilizada para la mirada extranjera. El viajero contemporáneo se engalana con túnicas árabes, se adorna las manos con henna, sin saber que significa, como quien porta un souvenir efímero en la piel. Repite sus fotografías en terrazas elevadas, en calles que no habita ni comprende, en atardeceres que solo existen en función del encuadre; repitiendo la misma postura, y compartiéndolas en la nube tan rápido como sea posible. Bebe tés azucarados servidos en bandejas de plata que ya no pertenecen a ningún ritual vivo, sino al libreto de una experiencia estandarizada, pensada para satisfacer el anhelo de autenticidad de quien viaja sin tiempo para el asombro genuino. Todo esto acabará rápidamente publicado en sus redes, acompañado por un sinuoso texto generado con ChatGPT.
En este tipo de turismo rápido la alteridad se convierte en decorado: el “otro” no es interlocutor, sino figurante. Lo exótico deja de ser una invitación al encuentro y se vuelve superficie estetizada, consumible, lista para ser mostrada como capital simbólico (como diría Bourdieu) en la vitrina del perfil digital. El viaje deja de ser experiencia para convertirse en evidencia.
Este voyerismo cultural, que se disfraza de apertura o empatía, perpetúa en realidad una relación estructuralmente desigual. El Otro no es percibido como un sujeto activo de su historia, sino como escenario pintoresco para el relato del visitante. La apropiación de formas culturales se vuelve doblemente violenta cuando se da in situ, en el propio territorio del dominado, que se ve reducido al papel de mediador, vendedor o intérprete. El sujeto local debe performarse a sí mismo, representar una versión digerible de su identidad para satisfacer la fantasía del forastero, en una especie de teatro de la hospitalidad neoliberal.
Las excursiones turísticas, diseñadas como paquetes cerrados y edulcorados, prostituyen el espacio vivido. Se transforman en píldoras de consumo simbólico: dosis rápidas de alteridad que alimentan el ego del viajero digital, desapareciendo con la misma fugacidad con la que fueron ingeridas. La diferencia pierde así su potencia disruptiva, su carácter incómodo, y se convierte en ornamento. Lo diverso pierde su fuerza poética “cuando es devorado por la mirada de quien no ve más que confirmaciones de sí mismo” (Segalen, 1908/2002, p. 45).
Esta mirada colonizadora no necesita ya armas ni imperios: le basta con una cámara y una cuenta de Instagram. Marruecos, como otros destinos del Sur global, se convierte en decorado estratégico para el goce del centro. Lo importante no es vivir la experiencia, sino capturarla, generar fotografías exóticas para embellecer su perfil en redes sociales, para poder mostrar al resto que también se ha estado allí.
La alteridad se reduce a una estética: algo que pueda ser encuadrado, publicado y mostrado. El camello, el turbante, la medina, el zoco… todos convertidos en símbolos de una experiencia banal deseable. Lo que se propone no es el encuentro, sino el entretenimiento. No el diálogo, sino la reafirmación de un relato donde el privilegiado viaja, y el subalterno sirve.
Este turismo exotizante no es un fenómeno menor ni anecdótico: es un mecanismo de reproducción simbólica de la colonialidad. En él, la diferencia no se celebra: se capitaliza. La hospitalidad deja de ser vínculo y se convierte en mercancía. Frente a esta lógica, quizás debamos rescatar el sentido más profundo del exotismo como una ética de la alteridad, una voluntad radical de no reducir lo otro a lo mismo. Cambiar nuestro punto de vista erróneo, superficial, idealista y mágico. Considerar a las otras culturas en sí mismas.
“Sentir el sabor de lo diverso: mantener la diferencia entre el sujeto-objeto y observador. Entrar primero, conocer y salir”
Victor Segalen
BIBLIOGRAFÍA:
Segalen, V. (2002). Ensayo sobre el exotismo: Una estética de la diversidad (J. A. González Sainz, Trad.). Pre-Textos. (Obra original publicada en 1908)
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